Republicado con autorización de: http://www.solohijos.com
Autoría: Elena Roger Gamir (pedagoga )
Ayer paseaba por la calle y vi
como una madre estiraba bruscamente de la manita a su hijo porque no quería
sentarse en su cochecito. Lo cogió por las axilas y lo empotró en el cochecito,
con una expresiva cara de “estoy de ti hasta las narices y más allá”.
No sé si esto es una excepción o
si es la manera de funcionar de esta madre. Si me hubiera acercado, (además de
decirme que esto no era de mi incumbencia y que me fuera a molestar a otra
madre, lo cual sería muy lógico porque efectivamente no sería de mi incumbencia)
me habría dicho que ella no le ha pegado, ni le ha gritado ni le ha insultado.
Efectivamente.
Todos sabemos como adultos,
porque lo hemos sentido en nuestras carnes, que no hace falta pegar o insultar
para herir. Con los niños pasa igual.
Si esta madre funciona así en
casa, dejándose llevar por sus emociones, por su cansancio o por el estrés,
este niño entenderá en muchas ocasiones que es una carga, que molesta y que no
es como a sus padres les gustaría que fuera. Habrá ocasiones, por supuesto, que
también se sentirá valorado y apreciado pero la balanza emocional de los niños
pequeños es muy sensible y pesan mucho los desprecios. A veces, no lo compensan
los abrazos…no todo se arregla con abrazos.
La ausencia de ternura también
duele.
Antes de intervenir con tu hijo,
y precisamente en los momentos de fatiga emocional, párate a pensar 3 segundos.
Quizás la primera alternativa que has pensado no es la mejor para él.
Generalmente, la primera, es tu propio desfogue emocional pero no la mejor
estrategia educativa.
No solo duelen los gritos o los
insultos. La falta de ternura también duele. Mucho. Y educar sin ternura es
educar a medio gas.
Antes de intervenir pregúntate
que quieres que tu hijo aprenda con tu intervención. O qué quieres modificar en
él. La respuesta te ayudará a retomar el control.
Si mi objetivo es que mi hijo
crezca con seguridad y autoestima, no puedo agarrarlo de las axilas con cara de
hastío y hundirlo en su cochecito como si fuera un saco de patatas. Puedo
cogerlo por las axilas con cariño, al menos con una sonrisa, y sentarlo en su
sillita mientras lo distraigo y le explico el asombroso cuento que le tengo
preparado para cuando se vaya a la cama.