Republicado
con autorización de: http://www.solohijos.com
Autoría:
Pilar Guembe y Carlos Goñi (Autores del libro Educar sin castigar)
Muchos
padres siguen creyendo que es imposible educar sin castigar, que para que los
hijos obedezcan, para que se atengan a unos límites justos y necesarios, para
que cumplan con sus deberes o respeten las normas es imprescindible utilizar
premios y castigos, recompensas y correctivos o incluso una cierta violencia
para reajustar los comportamientos díscolos.
Pero
lo que los padres (y los hijos) necesitan es encontrar otras soluciones que
tengan el castigo como una alternativa excepcional. Propiamente castiga el que
lo hace mal, porque quien sabe corregir con cariño y exigencia no está
propiamente castigando, sino educando. Los correctivos duros y duraderos,
excluyentes y desconectados del hecho a reprender, amenazadores y a veces
inhumanos, violentos y vengativos, que prohíben cosas buenas u obligan a
realizar actividades absurdas, no llevan a ninguna parte. Probablemente por la
simple razón de que quien castiga no se incluye en el castigo.
Un
buen ejemplo de coherencia educativa
Sobre
todo ello nos hace reflexionar la anécdota que, en cierta ocasión, contó el
doctor Arun Gandhi, nieto de Mahatma Gandhi y fundador del Instituto M. K.
Gandhi para la Vida Sin Violencia.
Cuando
tenía 16 años y vivía con sus padres en el Instituto que su abuelo había
fundado en medio de unas grandes plantaciones de azúcar, a unos treinta
kilómetros de Durban, en Sudáfrica, su padre le pidió que le llevara a la
ciudad para asistir a una conferencia que duraba toda la jornada. Arun se puso
muy contento porque se le presentaba una ocasión de las pocas que en aquella
época tenía de pasar un día en la ciudad. Aprovechando el viaje, su madre le
dio una lista de compras y su padre le pidió que llevara el coche al taller.
Llegados
a su destino, padre e hijo se despidieron hasta las cinco de la tarde, hora a
la que acababa la conferencia. Arun hizo los recados en un periquete, dejó el
coche en el taller y le quedó tiempo suficiente para meterse en un cine. No
recordaba el tiempo que hacía que no veía una película de John Wayne. La sesión
continua hizo que se olvidara del reloj. De pronto eran las cinco y media.
Salió a toda prisa, corrió al taller y se presentó a recoger a su padre con una
hora de retraso.
–
¿Qué te ha pasado? ¿Por qué llegas tarde?
Arun
se sentía mal por haberse quedado viendo una película mientas su padre esperaba
durante una hora después de una larga jornada, y soltó una mentira:
–
El coche no estaba listo y tuve que esperar.
Pero
su padre había llamado al taller y sabía que eso no era cierto. Se entristeció
y dijo:
–
Algo no he hecho bien, hijo mío, no he sabido educarte para que tengas la
suficiente confianza de decirme la verdad. Voy a reflexionar sobre ello,
volveré a casa caminando para poder pensar en qué punto me he equivocado.
Así
que, vestido con su elegante traje y sus zapatos nuevos, hizo los casi treinta
kilómetros de vuelta por caminos mal pavimentados y a oscuras. Su hijo lo
siguió con el coche durante las cinco horas y media que tardó en llegar a casa.
“Desde
aquel momento –confiesa Arun, el nieto de Gandhi–, decidí que nunca más iba a
mentir. Muchas veces me acuerdo de ese episodio y pienso… Si me hubiese
castigado de la manera como nosotros castigamos a nuestros hijos, ¿hubiese
aprendido la lección?”.
Arun
Gandhi está convencido de que, si su padre le hubiese impuesto un correctivo
convencional, hubiese seguido haciendo lo mismo; en cambio, el no-castigo se le
quedó impreso en la memoria.