Republicado
con autorización de: http://www.solohijos.com
Autoría:
Eva Santana, Doctora en Publicidad.
¿Qué
le dices a tu hijo cuando te pregunta si “él es tonto”?
La
periodista Eva Santana, ganadora en segundo lugar del II Concurso de Relato
Breve organizado por la ONG The Art Factory Inc y la Asociación Española de
Escritores y Artistas Españoles, nos lo cuenta en este relato.
Os
invitamos a leerlo porque es otra manera de explicar a nuestros hijos por qué
son tan especiales, por qué sus defectos y virtudes les hacen ser tan queridos,
por qué lo que a primera vista sienten como negativo puede llegar a ser algo
valioso para uno mismo y los demás. Y sobre todo, por qué lo que importa es
nuestra propia percepción y no la de los otros.
Una
bonita mirada sobre el TDAH y sobre todos los niños del mundo a los que no se
les deja ser niños.
Superheroe
–
¿Mamá, yo soy tonto?
A
los once años estaba convencido de ello, pero aún así necesitaba que mi madre
me respondiera que no, que no era cierto, que yo era el niño más listo del
mundo. Y sin embargo, ella no hizo nada de eso. Se limitó a hablarme, de manera
un tanto enigmática, del Club de los Trastocados. Era un día cualquiera,
mientras estaba atareada envolviendo el bocadillo para el colegio y preparando
el almuerzo para mí y para mis hermanos:
–
Si bueno, verás… hijo…- contestó mientras realizaba tres tareas a la vez. Me
temí que soltaría una de sus charlas y solté un gruñido mientras me levantaba,
ya arrepentido por haber preguntado, para abrir la puerta de la cocina y dejar
que entrara el gato. De camino, hice una tirada a la peonza que cayó rodando al
suelo, asustando al pobre Botones que entraba en ese momento y que salió,
despavorido ante el ruido. Luego me detuve frente a la nevera para coger la
leche. Segundos después olvidaba qué andaba buscando:
–
¿Buscas el vino? ¿Para desayunar?- me soltó mi madre, sin piedad, sacándome de
mi estado de ensimismamiento y haciéndome caer en la cuenta que era la leche lo
que buscaba.
–
¿En la puerta de la nevera?, ¿Dónde siempre, tal vez?- se adelantó, de nuevo,
irónica al ver que tardaba demasiado frente a la puerta abierta del frigorífico
mientras dejaba escapar el frío. Cuando por fin le enseñé el brick, replicó
triunfante:
–
¡Qué listo es mi niño! ¿Ves? Ya he contestado a tu pregunta.
Y
ahí zanjó la cuestión sobre si era tonto o no. No me hizo gracia. Le expliqué
que el tutor del colegio decía que estaba trastocado, o algo parecido, que me
costaba fijar la atención y que de seguir así, además de acabar con su
paciencia, iba a suspender de nuevo. Y añadí:
–
Mamá no es broma.
–
¿Y no te ha explicado nada más del “Club de los trastocados”? – preguntó mi
madre sin inmutarse por las malas notas y la paciencia- o más bien, la poca
paciencia- de mi tutor. Tampoco pareció darse cuenta de la leche desparramada
dentro y fuera del vaso.
–
Es un Club de Superhéroes del que tú y algunos más formáis parte.- Debería
haber dicho “formamos” porque ella también tenía las cualidades que yo heredé y
que nos conferían el carácter de los miembros del Club. Pero no quiso robarme
el protagonismo de la escena.
–
Te puedes encontrar con héroes que tienen todo tipo de poderes: los que tienen
el poder de escribir del revés, “los Superdisléxicos”; los que tienen el poder
de hacer muchas cosas al mismo tiempo sin cansarse, “los Superactivos”; o los
que cómo tú, tienen el poder de variar su concentración a menudo.
A
mí ese Club me pareció una birria y ni tan sólo me animaron los superpoderes
que me describió:
–
Hay niños que a veces enerváis un poco a los profesores, cierto. Pero… ¿Te
parece poco poder? ¡No les dejáis indiferentes! Sois niños que no vais por ahí
con una capa, ni leggins o el calzoncillo por fuera pero, créeme que tenéis
poderes como el de ver la solución cuando todo está embrollado, por ejemplo. Es
como si tuvieras un mapa de los problemas y los vieras desde arriba, de modo
que te es fácil encontrar un camino para salir de ahí. Mientras otros se
atascan, tú encuentras una idea para salir del atolladero.
Mi
madre usaba palabras que no entendía, como atolladero, y en consecuencia, yo ya
había desconectado de su discurso. Sólo había retenido lo de “enervar a los
profesores” y me disponía de nuevo a abrir al gato – que ahora quería salir y
no, entrar- y darle otro meneo a la peonza, olvidando mi pregunta sin
respuesta. Ella se sentó frente a mí, me buscó la mirada con sus ojos de miope
y consiguió captar mi atención de nuevo. Luego prosiguió:
–
Los niños como tú, no sólo tenéis grandes ideas. Además, tenéis sentido del
humor, os preocupáis mucho por la familia, estáis siempre dispuestos a ayudar,
sois muy creativos…
Mi
madre siguió enumerando “superpoderes” pero yo ya no escuchaba. En ese momento
me preocupaban más los lametones que daba mi gato al charquito de leche que se
había formado en el suelo y que se había encontrado tan afortunadamente de
camino a la salida. De pronto mi madre lanzó un aullido:
–
¡Uuuuu, no puede ser! si ya son menos cinco…
Eran
casi las nueve y con tanta charla iba a llegar tarde al cole, de nuevo. Además,
se había quemado el almuerzo y la casa empezaba a oler a chamuscado.
Mamá
se fue corriendo a sus sartenes y yo a recoger la mochila que, aunque pesaba
demasiado con tanto libro, me pareció más ligera que el día anterior.
Tal
fuera que, si bien el discurso no me había convencido del todo (aún tardaría
unos años en asumir que los de “mi Club” también teníamos grandes cualidades),
mi madre había planteado una duda razonable sobre la cuestión de si era tonto o
no. Y eso, en un niño de once años, ya era mucho.
Le
di un fugaz beso de despedida y salí volando, con mi capa invisible, hacia el
colegio. Segundos después, oí como me gritaba por el hueco de la escalera:
–
¡Hijooooo, el bocadillo!
Relato
premiado en segundo lugar en el II Concurso de Relato Breve organizado por la
ONG The Art Factory Inc y la Asociación Española de Escritores y Artistas
Españoles